Es tan gracioso como el éxito de las fiestas es inversamente proporcional al tiempo que se lleva preparándola.
Supongo que es por eso de las expectativas. Cuanto más tiempo esperas algo y dedicas a ello, mejor lo esperas y puedes llegar a sobrevalorarlo, con la decepción que conlleva después. En cambio, cuando se improvisa algo, por poco bien que salga ya es todo un logro porque esperabas nada.
Voy a poner ejemplos.
Ayer tendría que haber estado en un concierto en Agramunt con los monitores de los campamentos, pero al final no fuimos. Llevábamos casi dos semanas diciéndolo, estábamos convencidos, iba a ser la despedida del verano.
Uno de nosotros, el incitador del asunto, ya dijo que no vendría cuando faltaban sólo cuatro días. Era cuestión de tiempo que empezáramos a caer todos. Aunque parecía que no caíamos, porque ayer cuando se fue el último niño estábamos decididos a ir.
Pero al final vimos que si íbamos tendríamos que esperar tres horas hasta el concierto y eso ―cuando se lleva más de un mes fuera de casa sin parar ni un segundo y además se tienen que cargar maletas y esperar a un autobús la mañana siguiente― era un precio que no podíamos pagar.
Decidimos cambiarlo por una fiesta en Barcelona, más cerca, pero al llegar a casa para dejar las maletas caímos rendidos, cabeza en el cojín, orgullo herido, parpados cerrados.
Lo opuesto pasó con mi cumpleaños el 2008, pero eso ya lo conté una vez…