
Mi mochila en Montserrat.
Ya hace años que mi mochila es una extensión de mí. Dudo que exista alguien que me conozca y no la haya visto nunca. Todos los países que he pisado yo también los ha pisado ella. Podría decir incluso más, ella me ha acompañado y me ha servido mejor que cualquier maleta, que suelen quedarse en casa. Puede parecer una actitud pocholera, pero es puro pragmatismo.
Es evidente que en mis años mozos la mochila era una necesidad para la escuela. ¿Quién iba a cargar con los libros a mano cada día? ¿Qué haría, atarlos con un cordel? ¿Qué es esto, Regreso al futuro?
En la universidad, donde mayoritariamente sólo se toman apuntes, muchos se desprendieron del cómodo método de carga para lucir, ufanos, la carpeta que les acreditaba como ente superior al vulgo —explicación tristemente real que recibí más de una vez. Yo prefiero tener las manos vulgarmente libres para hacer cosas vulgares (…). Además yo sufro el efecto monitor, puesto que la costumbre excursionista obliga al uso del artilugio. Aunque vayas dos meses a un albergue y no te vayas a mover de allí, te llevas la mochila porque sabes que tocará salir una vez por semana.
Y cuando te pseudoindependizas —porque hoy en día es imposible independizarse del todo—, sabes que los fines de semana vas a cargar cosas de un lado para otro. Yo no hago esa estupidez de cargar ropa sucia. Teniendo lavadora hay que ser muy memo para arrastrar una maleta cada semana. Yo cargo comida de casa de mi madre a la mía. Por su bien, porque siendo dos en casa sigue comprando comida como cuando éramos cinco allí y no quiero que se le estropee. No hay nada más bonito y altruista que un hijo con mochila.
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