[Nota a sensibles y políticamente correctos: No pienso responder de ni a vuestras crisis nerviosas si seguís leyendo.]
El viernes pasado presencié una escena que, aun siendo algo muy absurdo, se me antojó harto divertida teniendo en cuenta otros sucesos anteriores. Algunos pensarán que lo que voy a relatar carece de gracia, pero cuando tratas con algo especial regularmente, deja de serlo y se expone a la misma normalidad e irreverencia que todo lo demás.
La primera vez que una situación potencialmente tensa con ciegos de por medio se tornó en algo simpático fue en la Facultad de Traducción e Interpretación. Había una chica ciega que solo se distinguía de los demás por llevar consigo un perro y un portátil con un software para leer y escribir sin ver la pantalla. Realmente era una más y eso hacía que a veces nos olvidáramos de su peculiaridad.
Recuerdo pasarnos fotocopias y el que estaba a su lado, queriendo facilitarle el trabajo, cogió una hoja del montón y se la acercó: “¿Tú tienes?” Obtuvo una sonrisa como respuesta y se sonrojó. Otro día, cuando subíamos a las cabinas para interpretar un discurso, ella entró en una cabina ocupada por una amiga mía. “Ay, perdona. ¿Hay alguna libre por aquí?” “No lo sé,” respondió mi amiga, “mira por ahí” dijo señalando hacia un lado. Otra vez una sonrisa y mi amiga le cedió el sitio sonrojada.
Más recientemente conocí a un chico y el segundo día llevaba gafas.
― La otra vez no llevabas, ¿verdad?
― No, llevaba una lentilla en el ojo izquierdo; en el derecho no llevo nada.
― Ah, ¿ves bien con el derecho?
― No, solo tengo el 17 % de visión y no sirve de nada.
― ¿Entonces no percibes las tres dimensiones?
― No.
― ¿Y si muevo la mano así ―se la acerco y alejo de la cara― no lo notas?
Se rió, no sé si de mí o conmigo, pero no se enfadó.
Pues el pasado viernes estaba yo esperando el tren en plaza Catalunya cuando oí acercarse plástico fregando el suelo. Eran tres ciegos con sus bastones asidos del brazo avanzando sin temor ni dubitación hacia una chica que estaba de espaldas a ellos. Ella no tuvo tan buen oído como otros y se vio envuelta de repente en una lluvia de palos cual piñata en un cumpleaños infantil. Los ciegos se detuvieron un milisegundo que ella utilizó para escapar con cara de infarto. Pocos pudieron contener la risa. Y es que a veces lo más sano es reírse.