Ayer fui a la playa de Sitges con dos amigos. El plan era pasar la tarde allí y después ir a San Quintín, mi pueblo de verano.
Desgraciadamente, no hay buena comunicación en transporte público entre Sitges y Villafranca; ni pensarlo con San Quintín. Así que íbamos a coger el tren hasta Coma-ruga, hacer transbordo para volver atrás hacia Villafranca y esperar llegar allí antes que mi hermano se vaya a San Quintín y ahorrarme llamar a mi padre para que nos recogiera en coche.
Pero todo el mundo sabe que soy un chico con suerte ―y estoy divino de la muerte―; por eso de camino a la estación nos cruzamos con dos chicas de San Quintín, dos amigas a las que no veía hace tiempo. Me puse muy contento al saber que volvían al pueblo en coche las dos solas, con tres plazas libres. Ahí se ofendieron un poco por no ser el reencuentro el motivo de mi alegría.
De acuerdo, puede que sea guapo, alto, delgado, rubio, ojos verde mar, listo y simpático ―más o menos―, pero tengo un pequeño defecto: soy muy fugaz. Por h o por b tengo una media de encuentros con cada amigo de cuatro veces al año. Y si a alguno lo veo cada mes, imaginad cuanto veo al que compensa la media.
Probablemente ahora penséis que “los amigos de verdad se cuentan con una mano y tú estás metiendo a todos los conocidos en el mismo saco”. Pues no. Hablo de los amigos de verdad que haces en cada sitio que pisas: el pueblo, la escuela, la universidad, los campamentos, los viajes… De los que pase el tiempo que pase, es como si no hubiese pasado ni un solo día; y eso no ocurre con los del saco.
O sea que si alguien se da por aludido, que me dé un toque. Porque igual que puedo estar dos meses desaparecido, no me cuesta nada coger un tren a las once de la noche aunque tenga obligaciones a la mañana siguiente si es la forma de ver a un amigo.
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